Lion Rock (Sri Lanka)

Una experiencia de Cristina Maruri

Tiene un nombre muy corto para lo que supone una aventura escrita en rojo y con mayúsculas.

La primera vez no pude conseguirlo. Era una tarde en la que la meteorología se imponía. Llovía torrencialmente. Las nubes se pegaban como fantasmas a los árboles: gigantes, verdes, espesos y la niebla lo abrazaba todo, lo invadía todo.

Pero eran los truenos los que daban miedo, en ocasiones pavor, por su virulencia. Parecía una escena apocalíptica. De esas con las que los sacerdotes predican en su púlpito cuando no tienen mejores argumentos para evitar que su rebaño se descarrie, que sembrar el miedo.

Lo cierto era que debían haber cerrado la oficina de venta de billetes porque parecía impensable acometer aquella visita en aquella tarde. Menos mal que los turistas tenían más sesera que el responsable de un lugar de apellido UNESCO y por allí no aparecían. Y los pocos que como yo se habían dejado caer, dieron media vuelta y dijeron un “hasta mañana”, día en que todos lo volvimos a intentar. Lo hicimos con relativo optimismo. Optimismo, porque no llovía cuando sacamos la entrada. Y relativo, porque seguía la niebla y el cielo ennegrecía por momentos.

Ataviada con chancletas, short, camiseta, un jersey anudado a la cintura, una pequeña mochila y un paraguas de colores con dos varillas rotas, aceleré el paso y empecé a adelantar turistas, que más bien parecían elefantes por su lentitud, en aquel sendero estrecho, recto y hormigonado.

Normalmente no suelo investigar exhaustivamente sobre las visitas que voy a realizar. Me bastan unas líneas generales, para dar protagonismo al descubrimiento, sentir la emoción del hallazgo, crear mi propia historia sobre la historia y percibir sin filtros.

Así que sin tener demasiada idea de lo que me iba a encontrar, comencé a ascender por aquellos primeros escalones que, para no enfadar al sendero, seguían siendo de hormigón. De mientras, sentía los primeros goterones en mi cabeza, cara y ropas.

Porque en Sri Lanka no existe la lluvia fina, la tamizada. Ni siquiera una que sirva para escenas románticas como la de Gene Kelly.

En esta isla-país-Estado, las gotas de lluvia son pedradas que no tienen piedad porque aniquilan la sequedad de tu ropa en unos instantes y con ella, la sensación de confort.

Y en esos instantes todo cambia. Magia. Porque los escalones desaparecen bajo una torrentera de agua roja por la tierra que arrastra. Las chancletas dejan de ser aliadas y pasan a ser enemigas, porque se convierten en un peligro y te las tienes que quitar, y porque el paraguas inútil lo cierras, ya que sólo te sirve como bastón.

Es la única manera de “sobrevivir”, de avanzar, de seguir subiendo aunque lo sea calada hasta el tuétano por aquellos escalones vengadores.

Porque ahora vestidos de mármol, no provocan sino resbaladuras y sustos en los pocos turistas que me llevan la delantera.

Como si tuviera el mejor motor de todos los vehículos implicados en la carrera, utilizo la tracción en las cuatro ruedas y sigo “comiéndome” escalones a velocidad constante. Y digo cuatro ruedas, porque para entonces ya utilizo mis pies descalzos, la mano izquierda y un paraguas-bastón en la derecha.

Lo peor de todo es que no llevo limpiaparabrisas.

Pero aún así, el león que me ruge dentro es más solvente que el de la “Peugeot”, de eso estoy segura.

Como también lo estoy, de que a medida que sigo subiendo y me acerco a aquel colosal peñasco, la sensación de menudeo, de miniatura, de insignificancia, de fragilidad, se va apoderando de mí. Sensación que se intensifica cuando dejo de ver seres humanos a mi alrededor. Ni colorines, ni palabras, ni chubasqueros, nada de nada.

Solo una inquietante espesura y una descomunal roca. Y la lluvia. Y la lluvia. Y la lluvia.

Y empiezo a hablar sola y en alto. Lo suelo hacer para que seamos al menos dos frente al peligro.

“Pero Cristina, te das cuenta de dónde te encuentras?…pero quién te ha mandado meterte en este lío…” Y en esas estábamos, cuando los escalones se acaban.

Pero no te creas que es porque he llegado y alcanzado al fin la liberación. Ni de coña. Justo me ocurrió lo contrario. Porque frente a mí se encontraba una escalera metálica en forma de caracol, que anclada en la roca con unos ridículos tubitos de hierro, ascendía y ascendía en el más absoluto vacío. Una estructura enclenque, de juguete, que temía tuviera oxidado alguno de sus puntos de anclaje y que suponía un vértigo tal su ascensión, y que sumaba tal riesgo debido a lo resbaladizo de los escalones, que supe inmediatamente que allí no habría segundas oportunidades.

Lo hice sin dejar de mirar a mis pies para asegurar cuidadosamente los pasos y porque mirar a la lontananza, hubiera requerido de unas clases de profunda meditación para sosegar mi azorado espíritu, que precisamente me había saltado aquella mañana (es broma).

Me pareció una eternidad la ascensión al cielo, por aquel camino tan retorcido y peligroso. Mi “otro yo” estaba alucinado: cómo se podía permitir el acceso en aquellas meteorológicas condiciones.

Y entre “dimes y diretes” de ambos “yos”, gracias a Dios, la escalera del terror se terminó. Y llegué. Y llegamos, pero no a la cima, sino a una cueva.

La cueva en donde se encuentran los restos de los frescos de hace 1.500 años que dicen, inmortalizan a las concubinas del rey y que son de una belleza irresistible.

Y allí estábamos las dos. La racional y la emocional, muy amigas para aquel entonces, y ambas embobadas ante una maravilla tal.

Muy pocos trazos y muy poco color, pero ello no significaba disminución de su importancia trascendencia… magnificencia.

Varias veces recorrimos la galería, muy modesta por cierto en dimensiones, pero que dejaba en el anonimato a la florentina y archiconocida Uffici.

Una pareja intrépida que llegaba y los ladridos de un perro me sacaron de mi ensimismamiento. Luego vi a aquel hombre, al que estaba frente al perro. Cagado de miedo. Sin atreverse a poner el pie en el primer escalón, porque el perrillo le cortaba el paso, tres más abajo.

Contemplé la escena no sin ironizar para mis adentros: “Que le tenga miedo a este perro que más parece por su tamaño un conejo, y que no se santigüe por tener que bajar por una escalera siamesa a la del ascenso, me parece increíble”

Pero no resultaba conveniente a mi equilibrio nervioso reflexionar sobre el hecho de tener que volver a repetir la hazaña, así que con un “sorry” hice al hombre cagado a un lado y empecé a bajar aproximándome al perro ladrador confiando en que el refrán se cumpliera, como así fue, aunque le ayudaran unas suaves palabras y unas más dulces caricias en la cima de su cabeza.

 Aunque yo siguiera sin alcanzar la mía, pero en aquel momento bastante tenía. La bajada era muchísimo más peligrosa que la subida. Sabía lo que me estaba perdiendo: unas fotazas y unas vistas de impresión, pero había que priorizar y ante todo estaba la vida.

No puedo decirte lo profundo que respiré cuando perdí de vista la escalera de la muerte y retomé tierra firme circundando la montaña, mientras discurría por un sendero. Descansaron todos mis músculos en tensión hasta entonces y mi corazón se desaceleró.

Con aquel espíritu, saludé a un asalariado del Gobierno, uniformado como si de un alto cargo de las Fuerzas Armadas se tratara.

 Continué contenta el sendero hasta que, al doblar una esquina, aquella singular montaña me ofreció el segundo de sus tesoros. Unos bellísimos y exquisitamente estructurados jardines ubicados en su falda y en medio de una sin igual foresta, que me recordaron a los míticos balcones de Babilonia. Degustando aquel extraordinario espectáculo, terminé por olvidar mi reciente pero aterradora pesadilla.

Fotos, relajo y suspiros provocados por una inspiradora belleza y por una tregua del cielo al que se le debía haber agotado el cubo de agua. Lo miré para conocer sus intenciones y comprendí que muy pronto volvería con otro. Así que no me detuve más y volví al sendero, que se había aburrido de ser bondadoso y me había puesto por delante otra interminable fila de empinados escalones.

Esta vez no me puse a hablar sola. Esta vez me puse a cantar por aquello de que al mal tiempo….

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