Blue Nile Falls (Ethiopia)

Hay muchos lugares que llevo en mi alma, sin embargo de todos ellos destaco una inmensa pradera en la que dio mil vueltas mi tierra. Accedí a ella por un bosque encantado, un angosto camino y un más aún estrecho puente que atravesé sobrevolando un río.

Seguía a tu espalda, y a la mía empujaba clandestino el destino que, tramposo, callaba. Se hizo la luz, desaparecieron las sombras, y el sol se convirtió en emperador de todo cuanto nos rodeaba.

Niñas ofreciendo recuerdos, sueños convertidos en barquitos de papiro. Niños jugando con un balón que hacía tiempo había dejado de serlo, al no quedar en él ni aire ni redondez. Mujeres portadoras de bebés momificados y pies descalzos y pies descalzos y pies descalzos.

Tu brazo tostado, más alargado que los rayos oblicuos de un sol que bostezaba, señalaron el lugar del que emanaba la vida, convertida en poderoso estruendo de agua saltando al suelo desde la colina. Herida al chocar contra las rocas, se descomponía en millares de vaporizadas gotas coloreadas en todas y en cada una de las tonalidades del arco iris, al amarse sol y agua sin que nadie lo pudiera evitar. Tal era la fuerza aquella tarde, que unía el cielo con la ley de la gravedad.

Mis ojos quedaron atrapados entre tanto brillar verde, azul e infinito. Durante un tiempo que no computé, dejé de ser yo, de estar allí, para por el Nilo navegar y por todo el continente. Mientras mis ojos quedaban definitivamente atrapados en el abismo de los tuyos, mucho más profundo de lo que nadie pudiera sospechar.

Una galaxia formada por dos planetas que escribían en su mirar: “varias muertes hay ya en mi vida”. Y te leía con tanta claridad.

Pero había algo más escondido tras los visillos de tu cristalino.

Un corazón que temeroso palpitaba y al que nunca, por más que lo hayan intentado, nadie se ha podido aproximar. Tal era su capacidad de amar, tal era su pureza, generosidad y bondad.

Capaz de hacer desaparecer hasta la fragilidad del cristal y de dejar sin olas el mar. Dejar sin saliva la boca de un charlatán. Capaz de guardar todos mis besos y los de todos los cuentos, en el arcón de tu desván.

Y para qué esperar si se nos apareció la eternidad. Por qué no empezar, hasta llegar a descoser cada hebra del vestido de mi cuerpo y de mi alma, hechos a la medida de tu dedal.

Convertir el pasado campesino en presente nobiliario y en un futuro reinado. Convertir la arcilla en barro siendo dos estrellas fugaces sobre un océano de amor perpetuo. Hacer que, cualquiera que se dirija hacia el horizonte, vea por siempre y en cada atardecer, a dos ángeles dorados dándose un interminable baño.

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